jueves, 30 de septiembre de 2010

La lluvia de hace un tiempo, mojó las baldosas de mi miércoles.
Acostada creo que estaba yo. No me levanté, me quedé ahí... expectante. Disfrutando del frío del auge otoñal.
Me gusta así. Aunque sé que no hago las cosas bien.
Sé que la olla sigue revolviéndose, pero ya no me molesta.
Sé que la lluvia humedece mi cabeza; y el frío, me hace temblar.

Pero ya no me molesta.

Las cosas cambiaron, y hay que saber aceptar.
Todo cambia, se moja, evapora y se va.

domingo, 9 de mayo de 2010


La casa si, era bajita. Era enana, mejor dicho. Enana y cálida.
Las tejas como nubes, flotaban por arriba de la ceja de una ventana.
La chimenea empujaba hacia el cielo, tal como si se resistiera a que la casa se hunda más.

domingo, 7 de marzo de 2010

Se muere el día. Estamos acá.
Hoy es la excepción , y es por eso que, no nos importa que las estrellas aparezcan cada vez más rápido en el cielo.
Parados a la orilla de lo eterno. Mirando el pozo desde arriba, viendo como nuestras cabezas cada vez se inclinan más.
Ay, ay, ay.. ¡Esto es lo que se llama curiosidad!
-¿Te lo imaginabas asi, che?
-No, la verdad que no- Contesté.

miércoles, 3 de marzo de 2010


Destila tu vientre pedazos del pasado; destila tu mente pedazos del recuerdo.
Destila tu boca, pedazos de cepia; el cuarto de hora ya dio más de una vuelta.
Tus ojos se refugian en el gris, tu mano acaricia el verde; tu alma se viste de seda.
Violeta es la cabecera, azul se torna y rojo termina.
Un rojo profundo, un rojo apagado.
La mente se fusiona, titila en coma con un brillo oscuro.
Subyugan allí actos fallidos, pensamientos erróneos, palabras de más.
Felices los que señalan envidiando, confundida yase el alma en pena.

Puntos, comas y garabatos describiendo, observando el estado de liberación.

sábado, 27 de febrero de 2010

Miro y noto que la vida se me quedó dormida al lado, acostada en el piso.
Miro y noto que ya no siento las cosas, ya no siento el calor, ni el frio; ni ya la mente me pesa. Noto que esos fantasmas se quedaron del otro lado, esta vez no me acompañan... ¡Gracias a Diós!...
Ya no me es necesario respirar, ni comer, ni soñar... en un segundo todo se me presentó como es, infinito.
Y me acuerdo cuando auella vez escuché: Si pudieras ser un pájaro, ¿Que harías?.
Tendría que tener miedo, pero eso acá, ya no existe.
Acá todo es tan inmeso, ¡todo tan intangible!
Y me voy, me invita a mi. Es mi turno.
Me deja brillar, y me dejo atrapar.
Me dejo envolver en esos destellos de luz, mientras piso firme, el otro lado.

martes, 23 de febrero de 2010

Me duele, aunque logro disimularlo.
Quizás lo disimulo tanto que me engaño a mi misma. Es la costumbre, vio.. Para algunos es tan difícil hacerlo, pero para mí, es como comer una naranja.
Me duele, pero lo asimilo también. Puede que sí, que sea dicha costumbre.

Me acuerdo cuando me dejaban desde la mañana en algún lugar de Lanús, sin rejas y algo descuidado. Ella abría la ventanita alargada de la puerta y miraba, y sonreía cuando le gritaba que era yo.
La casa estaba sola. Llena de recuerdos que no conozco, ni creo alguna vez enterarme.
Ella estaba sola, desde que recuerdo, siempre fue así.
Sola y con vestidos floreados.
El pelo blanco, con rulero a la mañana, el juanete en uno de sus pies, y un gato con un huevo bailarín en su cabeza.. se diferenciaba de los demás maullidos.
Mi viejo se sentaba un rato (la insistencia materna lo obligaba) y se iba a trabajar.
Inconfundible el aroma de aquella casa a la mañana. A medida que el tiempo pasaba, se mezclaba con otros tantos. Puede que sea el de humedad. Pero en días de sol, mirando por el ventanal, a la derecha de la puerta que daba a la calle, ese aroma era especial. Recuerdo también, todos los días, si, de sol. Ninguno de lluvia. Puede parecerme extraño.

Siempre igual: moldeabamos con porcelana. Osos, muñecos de nieve, alguna que otra víbora, payasos o hamburguesas. Sacabamos las ideas de las revistas, de las miles que tenía.
Empezaba a preparar la mesa y la comida; después de comer ibamos a pintar las figuras.
Y así se hacía.

Comíamos la fruta en el patio, a izquierda de la puerta. Sillas de plástico, con los tablones rojos. Sus rodillas tapadas por el repasador viejo. Hasta recuerdo el ruido de sus chinelas yendo a la cocina a tirar las cáscaras de manzana, naranja o mandarina.

¡Y llegó el momento! Sí, el más esperado.
La hamaca.
Enganchada desde el techo en ese mismo patio. Horas y horas. Hasta que venía su cuñada y así, era la hora del mate. A mi me tocaba un té y un sandwuiche de jamón. En ese momento no le agradaba a mi paladar el queso, ni mucho menos la mayonesa.
Me acuerdo que una parte hablaba y hablaba, ¡nombraba gente que quizás alguna vez conocí, pero no me importó, ni a mi ni a ellos. Nosé si será por una cuestión de edades, de lugares, o solo es la consecuencia de la rutina. Esa gris y sin ningún rincón aterciopelado.
Ella seguía hablando de forma totalmente interesante. Sin embargo, la otra parte se sostenía en monosílabos. Hasta que ya era aburrida hasta para la lengua con más palabras; y así se procedía a preparar la cena.
Yo escuchaba, mientras por horas trataba de leer las letras sobresalidas de la pared. MAMROCOTA.
Las letras iniciales de los hermanos mayores, escrita arriba del ventanal que daba a la calle. Faltaban dos y ella, eran los últimos y la casa ya había dejado de ser el correo. O algo así.

Venía aquel, pero doce horas después. Comíamos.
Me acuerdo del vino, que ya no puede tomar. El cuchillo, uno muy precario. El mango de madera clara y sin forma, al igual que la hoja. La única cosa que tengo del abuelo, algo menos de lo que sé.

En días en los que me acompañaba Mica, mi prima, la ventana de nuestra casa era el ventanal, que daba al comedor.. una ventana hacia adentro.
De la reja superior que encuadraba a dicha ventana, atábamos una sábana, la cual sosteníamos del otro extremo con la pata de la mesa de plástico. Las sillitas del mismo material, una era azul y la otra creo que verde. Un teléfono simpático de plástico en un banquito de madera con un florero artificial abajo.
Me acuerdo de hacer comida con pétalos que arrancábamos de las flores de aquel patio, y las mezclabamos con agua.
Nos trepabamos en la piedra gigante de aquel momento, esa del frente que hoy sostienen unas rejas que dividen su propiedad con la pública. Caminábamos sobre otra gris en el medio del pasto. En ese patio descubrí las "flores conejo", le apretabas la boquita y se abría.
Hasta ahora, no las volví a ver.

El otro día, me quedé a dormir. Hizo sopa para ella (que compartió conmigo) y carne con papas hervidas para mí. Pisaba hasta las verduras de la sopa. Y cuando me aceptó una papa (la insistencia se regala genéticamente), también la pisó.

El frente ya tiene rejas y se cierra con llave. La planta del conejo ya no está, ni el gato; hay otra gatona.. dice que en vez de maullar, le dice: mamá. Muchas veces paré la oreja para más o menos, asimilar las dos palabras.
Ya no hay más porcelana fría, ya no hay más carpita, ni la mesita, ni la hamaca.
En la mesa, siempre hay papeles de estudios. Lo único que entiendo en tantas palabras extrañas a mi vocabulario, es "avanzado".
Ya no tiene dientes. No escucha bien, y una parte de su boca parece derretida. El "grano" en el mentón cada vez se adueña más del espacio.

Y no es justo.

Le hace doler. Le sangra y le duele.
Le duele tanto como a mí.
Por la noche no duerme, o por lo menos esa no. No pudo.
De pastillas a inyecciones y de inyecciones a pastillas.
Nos acostamos con el gato a mis pies, y empezó a hablarme. Hablaba y me hizo acordar a aquellas tardes que lo hacía con mi mamá mientras yo tomaba mi té.
Tiene la necesidad, esa de vomitar lo que le pasa. Esa de gritarle al mundo que todavía tiene ganas de vivir.
No está preparada.
Y todo es extraño; la habitación, la cama, el aire. Y eso que viví mi primer año allí.
No podía llorar adelante de sus ojos. No quería que el ventanal como el del comedor, ese que tiene como esperanza, se cierre.
Se nota su miedo. Me corta la piel.
Mirarla, escucharla hablar desata en mí un remolino de sensaciones terribles en la panza.
Son deseos indeseables de irme. No me deja dormir.
Quizás tendría que cerrar los ojos y darme cuenta y acordarme siempre de que cuando toque timbre, abrió esa ventanita alaragada en la puerta y sonrió al decirle que era yo.